agosto 26, 2008

La suma de las Bellas Artes

En el ser y en el hacer de mi madre siempre han estado presentes cine, música, danza, literatura, arquitectura y, por encima de todas y la que forma parte de su esencia por vocación, la pintura.
No recuerdo momento alguno en el que ella no tratara de hacernos sentir la vida a través de la mirada de alguno de esos grandes hombres cuyos nombres perduran por su creatividad y su virtuosismo, o de aquellos desconocidos que tuvieron la sensibilidad de dejar al hombre su visión.
Cada uno de ellos ha impreso su sello en ella, la ha envuelto y la ha convertido en una inspiradora musa.
Por eso considero que ella es la dulzura de Debussy en el Rincón de los niños, la grandiosidad de Tchaikovsky en su Overtura 1812, la claridad de Fedro Grofé en la Suite del Gran Cañón, el paso marcial de Respighi en Los pinos de Roma y la fuerza de Wagner con El anillo de los nibelungos y su favorita, Tristán e Isolda.
Sin embargo también puede ser la divertida locura del Bule Bule, la navidad veraniega de Mame, la evocadora maternidad de Summertime y el terror de Mussorgsky en Una noche en la árida montaña.
Ahí es donde se funde con el cine y la danza para acabar por convertirse en protagonista de Amor sin barreras, South Pacific, Lo que el viento se llevó, Mame, Erase una vez en Hollywood y todas aquellas en las que participaron Gene Kelly, Fred Astaire, Ziegfield…
También se las ingeniaba para enseñarnos que un detalle puede convertir una simple casa en un templo para admirar. Sus excursiones favorita eran visitar museos, recorrer el Centro Histórico para mostrarnos cómo una piedra, un candil, un mural pueden hablar de historia, de imaginación y de belleza.
Cuando el dinero escaseaba, se conformaba con recorrer las calles y desde la ventana del coche señalar capiteles, cúpulas, arcos y hasta lo que podría considerarse como “la simple herrería”.
Pero no se limitaba a mostrarnos una faceta del arte, pues de un hombre como Miguel Ángel Buonarroti primero nos atraía con relatos sobre su vida, luego alentaba a conocer sus obras a través de libros que convirtió en tesoros, nos fomentó a leer La agonía y el éxtasis (de Irving Stone) y hasta a ver la película con Charlton Heston y Rex Harrison.
Además jamás ha faltado un libro en su buró, pues aunque ahora asegure que ya casi no ve, que se le olvida lo leído la noche anterior y que cada día tarda más en terminar un libro, ella sigue aferrada a las historias atrapadas en palabras.
Su afición por la lectura se mezcló con su habilidad para despertar la imaginación de su prole, por lo cual la otrora amplia biblioteca familiar se ha visto reducida con el tiempo tras lograr que casi todos sus hijos quedaran atrapados en las letras y dividieran la colección que durante años logró hacer.
Por culpa de mamá, la tropa se ha convertido en pirata de Mompracem; ha explorado algunas cuevas siguiendo a Arne Saknussem; ha peleado a lado de Incubu, Macumazahn y Bougwan; dado la vuelta al mundo; se ha calzado los zapatos rojos de Dorothy, llorado con las Cartas de Nicodemo, sufrido con las Noticias de un Secuestro, acompañado a Gulliver y a Marco Polo.
No es de extrañar que los gatos de su familia fueran identificados como Morgan, D´artagnan, Sambigliong…
Sin embargo, por sobre todas las cosas, mi madre es la pintura. La vive, la padece, la transpira. Dejó a un lado las pocas horas de su sueño para sumergirse en el mundo de los pinceles, las marialuisas, los trazos y el carbón.
En algún tiempo incluso convirtió lo que era su mayor placer, distracción y virtusismo en el sostén del hogar. Rápidamente los muros de su casa se convirtieron en sala de exposición y terminó por adornar las casas de hermanos, hijos, amigos, vecinos y hasta desconocidos.
Su gusto por la belleza y su sensibilidad se convirtió en una escuela y por eso considero a mi madre como la suma de las Bellas Artes. Tal vez exagero, pero así la veo.

agosto 20, 2008

Por siempre Barney

Como a toda familia que se digne de ser centrada y medianamente inteligente, aquel famoso dinosaurio de voz alelada y panzón nos caía directamente proporcional a lo que parecía pesar… como una tonelada.
Sin embargo acabó por entrar a nuestras vidas y marcarnos por siempre. Y no es por aquella canción creada al más puro estilo de Cristina (una de las tantas hermanas) que decía algo así como:

“Barney es un dinosaurio
farmacodependiente,
cuando se emborracha
es realmente impertinente.
Fuma de la verde
y le entra al aguardiente…”

No recuerdo el final, pero cómo nos gustaba cantarla cuando veíamos a aquel bodoque barrigón. Ni porque a los sobrinos les gustaba se la perdonábamos.
Pero volvamos a lo anterior… no fue por la pegajosa canción. La culpa la tuvo mi padre, aunque no por que él quisiera.
Cierta vez mi hermana Mariana entró al cuarto donde él estaba viendo la televisión y que, como siempre, quería ver todo y no dejaba ver nada. Ya lo pueden imaginar: sentado en su silla de metal, con un enorme vaso con hielos al frente y “el poder” en la mano. Estaba cambiando de canal cuando Mariana entró… pero ella sólo alcanzó a ver al dinosaurio morado en toda la pantalla.
Ese fue el momento fatal para mi pobre padre.
-¡A mi papá le gusta Barney! ¡A mi papá le gusta Barney! –comenzó a gritar a todo pulmón Mariana con esa típica tonada de niña molestona.
Pobrecito de mi padre, en un momento aparecieron varias cabecitas a su alrededor que acompañaban a la vocinglera hija en un concurso de a ver quién se podía hacer escuchar en el fondo de la calle. Mientras él, desesperado, quitaba semejante fenómeno de la pantalla y aseguraba que no, que sólo le estaba cambiando de canal, que no soportaba al mentecato morado, que era un maricón y que callaran, por piedad, los gritos iban subiendo de volumen.
Claro, todos nos enteramos que a mi papá le gustaba Barney… y jamás pudo deshacerse de él.
Cada vez que aparecía en la tele, toda la tropa aullaba a su alrededor “¡A mi papá le gusta Barney!”, para enseguida entonar la canción del farmacodependiente borracho.
Alguna ocasión mi papá anunció que saldría de viaje, a un retiro espiritual… ¿pero cómo podía irse tan fácilmente y abandonar a SU Barney? No, imposible, algo tenemos que hacer, pensó alguna abusiva.
Ese “algo” se convirtió en un inflable de 40 centímetros de altura que se compró a algún globero en la calle. Cuando ya estaba todo listo para que partiera, alguna mano veloz introdujo el muñeco desinflado en la maleta, “para que no se sintiera solo”.
Al llegar al retiro, las carcajadas de sus amigos no se hicieron esperar. Pero lo asombroso no fue eso, sino que todo acomedido, mi padre infló el muñeco y lo sentó en la almohada para que custodiara su cama. Quien lo conocía no hacía más que sonreír y comentar “ay, este Beto y sus ocurrencias”; quienes apenas tenían contacto con él no sabían qué pensar. La historia del señor Ponce y su dinosaurio trascendió paredes, la casa y yo creo que hasta el estado.
Ese no fue el único paseo de Barney… paseó infinidad de veces, salió de viaje y apareció en los lugares más insospechados: sobre su cama, en la famosa Rodolfina, en la sala mientras oía a su compadre Betho(ven), en el puff donde subía los pies, en el sillón de la sala de su madre, en el cajón de sus calcetines… vaya, creo que hasta en el refrigerador se le presentó. No pudo escapar de él ni estando muerto.
Varios años después de que mi padre falleciera, en una visita a casa de las hermanas de mi mamá, sacaron un álbum de recuerdos, y entre ellos surgió un sobre.
-¡Mira, el sobre de Beto! Como sabíamos que le gustaba Barney, comenzamos a cortar cuanta imagen salía en las revistas para entregárselos algún día. Jamás nos acordamos de tirarlas cuando él murió –comentó una de ellas.
Creo que las carcajadas de sus hijas lo han de haber despertado de su sueño eterno. Hasta muerto el famoso Barney lo fastidiará.

agosto 11, 2008

Un vecino como cualquier otro

Su casa era sitio habitual de reunión para los chicos, a pesar de que las mamás no confiaban en él. Formal y respetuoso con los adultos, su trato desparpajado y sus locuras le hacían el centro de plática en las reuniones.
No se podía dejar de comentar sobre su cachorro de león, que paseaba libre en el jardín. Menudo susto se llevaron los vecinos cuando una noche le oyeron gritar. Temiendo algo terrible, se asomaron a la ventana para descubrirlo medio ebrio, casi desnudo, con una silla y un cinturón en la mano, vociferando que había llegado la hora de domar al animal.
Los vecinos no paraban de reír al verlo tambalearse y golpear la silla con el cinturón, mientras el leoncillo bostezaba y volvía a echarse sin hacer caso a aquel tipo en calzoncillos.
Se rumoraba que era narcotraficante, que él administraba los “negocios” de la familia. Él jamás lo negó, pero tampoco dijo que sí. No le importaba.
De repente se le hizo costumbre contratar a un mariachi cada miércoles, de una a seis de la mañana y colocar a los músicos en una pequeña glorieta a mitad de la cerrada. Algunos decían que llevaba serenata a su vecina de enfrente, señora casada que a él le parecía exquisita. Como no podía abordarla, le cantaba desde lejos. Eso duró más de un año.
Cuando alguien le preguntó porqué lo hacía, él respondió que las noches del miércoles eran demasiado silenciosas y la calle estaba muy vacía.
Un día se supo que había muerto en un accidente vial. El león se quedó en su rancho y la casa se la heredó a los mariachis que tocaban cada miércoles. La gente lo extrañó.