abril 23, 2008

Las Naciones Unidas

Mi mamá la llamaba las Naciones Unidas, para nosotros era simplemente la cuadra. Eran 30 números pero había al menos 55 casas o departamentos, casi siempre todas ocupadas por personas de lo más disímbolas.
Estaba el reconocido compositor que muchos admiraban pero poco veíamos, con su gran San Bernardo, dos nietos locos y latosos que vivían solitarios entre cientos de relojes que volvían loco a cualquiera nada más entrar a la casa.
Su hija también parecía cometa y la única que siempre estaba era la muchacha del servicio, uniformada y jamás quieta. Ella fue la ganona cuando todos se fueron de ahí.
También contábamos entre los especímenes más vistos con la famosa señora Valderrama, cuyo nombre era otro pero que se ganó el apodo al caminar frente a la ventana de nuestro comedor: sólo se veía su pelambrera al estilo de aquel futbolista colombiano Carlos Valderrama.
En la esquina vivía una familia de judíos polacos. La abuela, que vivió el terror del gueto y los campos de concentración, era una anciana flaca, flaca y chiquita que ocultaba su número con mangas largas, pero cuya mirada dejaba al descubierto los dolores de una vida sufrida. La hija era seca, dura, criticona, nunca conforme, la rabia y el dolor la hacían parecer marchita. Del nieto se conocía su nombre y el rastro de la cola de cometa que dejaba cuando aparecía por el lugar.
En una de las casas de atrás vivía la bruja del 12-A, que a pesar de su pacto estilo Dorian Grey y su abundante y jamás controlada cabellera negra, en realidad era una señora dulce y cariñosa que a base de bondades logró despojarse del sobrenombre; a su lado siempre hubo inquilinos de lo más variado.
Lo mismo estuvo la familia de la hija de una española que se convirtió en la hermana de mi mamá, con sus dos hermosos niños y una abuela maravillosa, que un trío de narcos colombianos del que el vecindario se enteró cuando llegaron montones de patrullas a detenerlos, si suerte, pues ellos ya habían volado.
También contamos con el extraño Jo-jo Clós, que vivía en la última casa con una madre enferma y que a los niños nos atemorizaba porque siempre hablaba solo, barría su banqueta y media calle más a las cuatro de la mañana y vivía enfundado en su pijama.
Otro que al principio daba miedo era el Químico, hombre trabajador, respetuoso y educado que tuvo la mala fortuna de resultar quemado en el rostro. Igual de caballero era el Emiliano Zapata, que supongo que si se quitara el bigote no lo reconocería.
Los que no eran absolutamente nada educados eran los llamados Satanases, escuincles presumidos y malcriados que manejaban con el demonio dentro (de ahí el apodo), o los cara de chango que siempre nos hacían reír.
El locutor, con su perro que se volvió loco por el encierro y hubo que sacrificarlo, dejó paso a una menuda mujer, activista, metida en grillas y que escaló algunos puestos en la política de los años 80. Demasiado “política” para nuestros gustos.
La lista aún es larga, como el número de casas y habitantes, pero esa calle pequeña, cerrada, oculta tras un monstruo rosa era nuestra isla, nuestro dominio, nuestro hogar.