agosto 11, 2008

Un vecino como cualquier otro

Su casa era sitio habitual de reunión para los chicos, a pesar de que las mamás no confiaban en él. Formal y respetuoso con los adultos, su trato desparpajado y sus locuras le hacían el centro de plática en las reuniones.
No se podía dejar de comentar sobre su cachorro de león, que paseaba libre en el jardín. Menudo susto se llevaron los vecinos cuando una noche le oyeron gritar. Temiendo algo terrible, se asomaron a la ventana para descubrirlo medio ebrio, casi desnudo, con una silla y un cinturón en la mano, vociferando que había llegado la hora de domar al animal.
Los vecinos no paraban de reír al verlo tambalearse y golpear la silla con el cinturón, mientras el leoncillo bostezaba y volvía a echarse sin hacer caso a aquel tipo en calzoncillos.
Se rumoraba que era narcotraficante, que él administraba los “negocios” de la familia. Él jamás lo negó, pero tampoco dijo que sí. No le importaba.
De repente se le hizo costumbre contratar a un mariachi cada miércoles, de una a seis de la mañana y colocar a los músicos en una pequeña glorieta a mitad de la cerrada. Algunos decían que llevaba serenata a su vecina de enfrente, señora casada que a él le parecía exquisita. Como no podía abordarla, le cantaba desde lejos. Eso duró más de un año.
Cuando alguien le preguntó porqué lo hacía, él respondió que las noches del miércoles eran demasiado silenciosas y la calle estaba muy vacía.
Un día se supo que había muerto en un accidente vial. El león se quedó en su rancho y la casa se la heredó a los mariachis que tocaban cada miércoles. La gente lo extrañó.