julio 20, 2010

la Historia en la sala familiar

Este año es tiempo de festejar y de recordar, muchos países latinoamericanos recobran de los libros y los monumentos a sus héreoes, a sus "padres de la patria", a sus independentistas. México, además, trae a la memoria a los protagonistas de la primera revolución social del siglo XX... y es ahí donde mi contacto con la Historia se vuelve tangible y real.

Seguramente todos hemos oído historias de los abuelos y bisabuelos, cómo vivieron la guerra, cómo sufrieron sus consecuencias. En mi caso puedo mencionar al tío abuelo que nació pocos días antes de la llamada "Decena trágica" (diez días en los que se suscitó la sublevación, el derrocamiento y el asesinato del primer presidente democráticamente electo de México tras 32 años de dictadura) y que como no podían sus padres salir a la calle porque la balacera no cesaba, sufrió hambre y quedó con parálisis cerebral.

Pero más directamente la Historia se vivó en casa de mis bisabuelos paternos. Ella, una ama de casa proveniente de una familia acomodad de Yucatán quien vivió su infancia en una hacienda henequenera. Él, un joven abogado nacido en Tabasco y educado en la blanca Mérida, buen ajedrecista que fundó de dos periódicos más tarde quemados por las tropas del dictador Su lucha contra la esclavitud de los mayas en la península yucateca y contra los abusos de la dictadura lo convirtieron en blanco de persecución.

Pero esa lucha social también lo llevó a conocer a un hacendado del norte de México, bajito de estatura pero agrandado en su idealismo quien se convertiría en su amigo, su compañero de luchas, su jefe y, finalmente, su compañía en la muerte.

José María, que así se llamaba mi bisabuelo, comenzó con la liberación de todos los mayas y las personas que como esclavos vivían en la hacienda henequenera donde creció mi bisabuela, María; después de muchas persecuciones, de huir por la selva hacia Belice, de tener que viajar a Cuba y a Estados Unidos para no caer en manos de los soldados porfiristas (del dictador), se sumó a los planes de don Pancho y de su hermano Gustavo (su amigo) que finalmente lo llevaron al Palacio Nacional como vicepresidente.

Ahí vivió tiempos de alegría (la fiesta de 15 años de su hija mayor, Mimí, y el bautizo de la más pequeña, Cordelia, en el Castillo de Chapultepec), pero sobre todo padeció los miedos, la incomprensión, el idealismo excesivo de su amigo Pancho y, finalmente, la traición de esa persona de la que nunca confió y que ordenaría su muerte, Victoriano.

En fin, se sabe la historia: a Gustavo lo torturaron y lo mataron los sublevados, a Pancho y Pepe los arrestaron, obligaron a renunciar y los asesinaron. María y sus seis hijos debieron esconderse en el sótano de una casa abandonada durante los siguientes caóticos días, sólo ayudados por un jardinero temeroso hasta que lograron conseguir los pasajes para regresar a Yucatán.

Muchos años después mi abuela confesó que ella hubiera preferido tener un padre que a un héroe en la familia, que despedirse de él justo el día en que cumplió cinco años para nunca volverlo a ver la marcó. Esa es la huella que la Historia ha dejado en la sala familiar y que se ha extendido a las siguientes generaciones, quienes piensan: don Pepe hizo mucho por el país, ¿a mí qué me toca hacer por mi nación?

febrero 03, 2010

Abusos en barandilla

En casa siempre hay sitios favoritos o temibles o tan usados que pareciera que es
normal que estén ahí y que se quedarán por siempre.
Eso sucedía con ese pobre pasamanos de madera, que era usado para todo menos para
recargarse al subir o bajar las escaleras, a excepción del padre de familia, pero que
al apoyarse tanto en él parecía que se vendría abajo con todo y su abusivo usuario.
Los jóvenes integrantes de la familia nunca apoyaron la mano en él, sino sus muy
usadas pompas. Con mucho equilibrio se sentaban sobre la madera y se dejaban resbalar
hasta el descanso de la escalera, al que llegaban de un brinco. Acto seguido bajaban
dos o tres escalones más y repetían la hazaña con la siguiente baranda.
Cuando parecía que ese día el equilibrio no estaba de su parte, optaban por cruzar una
pierna hacia el abismo y cabalgar el pasamanos escaleras abajo, pues era más sencillo,
rápido y divertido bajar por ahí que tener que descender a pie los 14 escalones.
En una tarde lluviosa y aburrida, una chica alocada halló un columpio hecho cuando
cursaba el tercer año de jardín de niños, con la reverenciada y amada miss Vicky. Era
una simple tabla con un agujero en medio por el que pasaba una cuerda con un nudo.
¿Para qué complicarse más en su elaboración, si los niños juegan hasta con el pasto
cortado?
Aquella escuincla ideó columpiarse en su nunca usado columpio y ¿qué mejor lugar
dentro de la casa que atarlo al famoso pasamanos? Lo amarró desde la pata de arriba y
lo dejó caer sobre los últimos escalones de la escalera de piedra, en el piso de abajo.
Y a mecerse he dicho. Se empujaba de los escalones y cuidaba de siempre quedar frente
a ellos para no estampar su figura en la piedra, pero nunca pensó que con tanto
empujón se aflojaría la cuerda.
En una de esas balanceadas aquella chica quedó sentada en un escalón. Lo malo no fue
el sentón sino que por el golpe contra la piedra aquel recién estrenado columpio se
rompió; habría qué buscar otra diversión.
No hay mejor momento para dejar salir la alegría cuando los padres se van. Y hete aquí
que las cinco hermanas aprovecharon una ida al mercado de su madre para quitar sábanas
y cobijas a una de sus camas, sacar el colchón al pasillo, doblarlo por la mitad y
meter en aquel improvisado sándwich a la que gritó más fuerte.
Las dos mayores agarraron las esquinas del colchón que quedaban hacia abajo, mientras
el relleno humano se aseguraba de mantener las otras dos esquinas bien aseguradas para
que no se fuera a abrir ni a salir disparada.
Los escalones de piedra eran geniales para resbalar aquel emparedado humano, que era
jalado escaleras abajo por las dos niñas convertidas en perros de trineo y que no
paraban hasta dos pisos más abajo, mientras las otras chiquillas corrían detrás de
ellas y la barandilla se estremecía.
Así fue usado una y otra vez hasta que los canes que empujaban su colchón se cansaron
de correr... o tal vez hasta que oyeron la bocina del auto sonar, en una conocida
llamada de los padres para que ayudaran a meter las mercancías recién compradas.
Aunque la barandilla tuvo usos más comunes como tendedero, entrada al más allá (sobrenombre del cuarto de Cristina) y túnel del tiempo, lo cierto es que no siempre fue un buen aliado.
En ese lugar hubo los consabidos resbalones, gritos, peleas, aventones, provocaciones de “a ver quién salta más escalones”, tropezones e incluso la más traviesa perdió varios pedazos de dientes en diferentes porrazos.
Sin embargo el golpe mayor fue cuando aquella bebita con cuatro mechas por cabello se asomó por entre los agujeros y el peso de su cabecita fue atraído por la gravedad. Cayó de testa un piso y se estrelló contra el primer escalón, lo que le provocó una factura en el cráneo y el terror familiar.
Una vez pasado el susto, seis días de tormento para una tía que se ofreció a cargar a la pequeña sin parar para que no tuviera daños mayores y prohibiciones explícitas para que los niños no malusaran las escaleras, la calma y los abusos regresaron a la normalidad.