marzo 18, 2009

Regalos de Navidad

Era su primera Navidad consciente y yo, como buena madrina de bautizo, esperaba que pidiera algo educativo, divertido y bonito pero al alcance de mi presupuesto. Jamás pensé que aquel chico serio y tranquilo me fuera a meter en tal lío.

- Paquito, ¿qué le pedirás al Niño Dios esta Navidad? –pregunté para sondearlo, con la idea de que pediría un carro, un muñeco, algo normal.
- Ya sé qué quiero, le pediré topes –respondió tan tranquilo.
- ¿Topes? ¿Cómo que topes?, ¿para qué los quieres? –respondí asombrada.
- Pues para mis carritos –contestó con cara de “¿para qué otra cosa son los topes?”

¡Santa Madre de Dios!
¿De dónde iba a sacar topes?, ¿de cuál querría?, ¿de esos largos con rayas, de los que parecen montañas, de los que parecen tortuguitas en fila?
Eran mil las preguntas que no sabía responder... y así comenzaron a pasar los días sin que la “achichincle del Niño Dios” (como explicaban los niños de mi hermana la existencia de Santa Claus, los renos, los duendes y compañía) supiera qué hacer.
Total, que tres días antes de la fecha fatal se me prendió el foco. Encontré una tabla de lo que un día parecía haber sido un tablero de ajedrez, compré plastilina epóxica (mejor conocida como Kola Loka), pegué unas líneas largas y con pinturas Vinci las adorné de distintos colores.
La mañana del 25 de diciembre fue inolvidable por dos razones: primero por la felicidad de ver al chiquillo de dos años inmensamente feliz con sus topes para carritos y la segunda por una tremenda regañada de mi papá, pues resultó que ese tablero había sido de mi bisabuelo José María Pino Suárez y era lo único que tenía de él.
¿Ya qué iba a hacer? Ni modo que le quitara el tablero al niño, así que sin otra opción se le quedó y lo usó tanto para sus cochecitos como para él y su hermano cuando aprendieron a andar en bicicleta. Adiós tablero de ajedrez.

El año siguiente, con un Paquito más vivaracho y con cada vez más muestras de su inteligencia, nuevamente me acerqué a sondearlo con la ilusa idea de que ahora sí pediría algo más normal, como un cohete espacial o una visita a la aldea de Santa, ¡qué sé yo! Lo dicho, era una ilusa idea.

- ¿Qué onda, Paco, ya sabes qué pedirás al Niño Dios? –interrogué pensando que ya no pediría topes, ni semáforos, ni nada que se le pareciera.
- Mmmm, pues sí. Quiero un traje de nutria –contestó tan campante.
- ¡Quééééé! ¿A poco sabes qué es una nutria? ¿Y para qué lo quieres?–le interrogué con la perspectiva de un interminable ir y venir por tiendas o, de plano, una nada grata idea de comprar peluche y coser toda una semana.
- Pues para disfrazarme de nutria –respondió con esa simpleza infantil que a los adultos nos deja sin palabras.

Si la prueba de los topes había sido grande, imaginen lo que en ese momento sentí. ¿De dónde iba a sacar un traje de nutria que no fuera a parecer castor, marta o cualquier otra sabandija de ese estilo?
Afortunadamente sus padres lo escucharon y he de agradecerles para toda la eternidad que durante varios días literalmente le “lavaran el cerebro” con otras ofertas tentadoras que al final se impusieron. Paco abandonó la idea de tener un disfraz de nutria y yo le regalé algún juguete didáctico de esos que le fascinaban a su insaciable sed de conocimiento.
Meses después le pregunté qué había pasado con el disfraz de nutria, a lo cual el pequeño respondió que no lo quería porque se dio cuenta que no iba a poder utilizarlo.
- ¿Para qué lo querías? –lo interrogué aliviada y curiosa.
- Es que en televisión vi un programa en el que un bebé nutria jugaba con su mamá en el agua, y yo quería disfrazarme también para jugar con ellos y que la mamá nutria me acariciara como a su bebé.


Bendita infancia que todo lo ve tan simple como disfrazarse para jugar con otros.