agosto 20, 2008

Por siempre Barney

Como a toda familia que se digne de ser centrada y medianamente inteligente, aquel famoso dinosaurio de voz alelada y panzón nos caía directamente proporcional a lo que parecía pesar… como una tonelada.
Sin embargo acabó por entrar a nuestras vidas y marcarnos por siempre. Y no es por aquella canción creada al más puro estilo de Cristina (una de las tantas hermanas) que decía algo así como:

“Barney es un dinosaurio
farmacodependiente,
cuando se emborracha
es realmente impertinente.
Fuma de la verde
y le entra al aguardiente…”

No recuerdo el final, pero cómo nos gustaba cantarla cuando veíamos a aquel bodoque barrigón. Ni porque a los sobrinos les gustaba se la perdonábamos.
Pero volvamos a lo anterior… no fue por la pegajosa canción. La culpa la tuvo mi padre, aunque no por que él quisiera.
Cierta vez mi hermana Mariana entró al cuarto donde él estaba viendo la televisión y que, como siempre, quería ver todo y no dejaba ver nada. Ya lo pueden imaginar: sentado en su silla de metal, con un enorme vaso con hielos al frente y “el poder” en la mano. Estaba cambiando de canal cuando Mariana entró… pero ella sólo alcanzó a ver al dinosaurio morado en toda la pantalla.
Ese fue el momento fatal para mi pobre padre.
-¡A mi papá le gusta Barney! ¡A mi papá le gusta Barney! –comenzó a gritar a todo pulmón Mariana con esa típica tonada de niña molestona.
Pobrecito de mi padre, en un momento aparecieron varias cabecitas a su alrededor que acompañaban a la vocinglera hija en un concurso de a ver quién se podía hacer escuchar en el fondo de la calle. Mientras él, desesperado, quitaba semejante fenómeno de la pantalla y aseguraba que no, que sólo le estaba cambiando de canal, que no soportaba al mentecato morado, que era un maricón y que callaran, por piedad, los gritos iban subiendo de volumen.
Claro, todos nos enteramos que a mi papá le gustaba Barney… y jamás pudo deshacerse de él.
Cada vez que aparecía en la tele, toda la tropa aullaba a su alrededor “¡A mi papá le gusta Barney!”, para enseguida entonar la canción del farmacodependiente borracho.
Alguna ocasión mi papá anunció que saldría de viaje, a un retiro espiritual… ¿pero cómo podía irse tan fácilmente y abandonar a SU Barney? No, imposible, algo tenemos que hacer, pensó alguna abusiva.
Ese “algo” se convirtió en un inflable de 40 centímetros de altura que se compró a algún globero en la calle. Cuando ya estaba todo listo para que partiera, alguna mano veloz introdujo el muñeco desinflado en la maleta, “para que no se sintiera solo”.
Al llegar al retiro, las carcajadas de sus amigos no se hicieron esperar. Pero lo asombroso no fue eso, sino que todo acomedido, mi padre infló el muñeco y lo sentó en la almohada para que custodiara su cama. Quien lo conocía no hacía más que sonreír y comentar “ay, este Beto y sus ocurrencias”; quienes apenas tenían contacto con él no sabían qué pensar. La historia del señor Ponce y su dinosaurio trascendió paredes, la casa y yo creo que hasta el estado.
Ese no fue el único paseo de Barney… paseó infinidad de veces, salió de viaje y apareció en los lugares más insospechados: sobre su cama, en la famosa Rodolfina, en la sala mientras oía a su compadre Betho(ven), en el puff donde subía los pies, en el sillón de la sala de su madre, en el cajón de sus calcetines… vaya, creo que hasta en el refrigerador se le presentó. No pudo escapar de él ni estando muerto.
Varios años después de que mi padre falleciera, en una visita a casa de las hermanas de mi mamá, sacaron un álbum de recuerdos, y entre ellos surgió un sobre.
-¡Mira, el sobre de Beto! Como sabíamos que le gustaba Barney, comenzamos a cortar cuanta imagen salía en las revistas para entregárselos algún día. Jamás nos acordamos de tirarlas cuando él murió –comentó una de ellas.
Creo que las carcajadas de sus hijas lo han de haber despertado de su sueño eterno. Hasta muerto el famoso Barney lo fastidiará.